viernes, setiembre 01, 2006
Memoria de mi relación feliz con lesbianas.
Walter Paz Quispe Santos
Había arribado al viejo continente europeo embobado con mis temores de siempre. Los mismos que los viajeros sienten cuando pisan suelo nuevo. En el aeropuerto mientras iba en busca de mis maletas fui asaltado por muchas preocupaciones ¿Dónde llegar? ¿En que hotel alojarme, al menos la primera noche? Pero felizmente un amigo aguardaba mi llegada en la puerta del terminal desesperado por mi demora. Yo había arribado con mucho retraso y cuando lo vi desde lejos levantó la mano mostrándome el reloj asintiendo la madrugada. El verano se despedía y un invierno crudo anunciaba su llegada con unos aires fríos en el mediterráneo barcelonés. Luego tomamos un taxi en busca de un lugar donde pasar la parte de la noche que quedaba. Al llegar a las Ramblas conseguimos una habitación en pleno centro de la ciudad donde fui recibido por dos mujeres que ensayaron toda una dulce cortesía catalana en el trato con este puneño desorientado y hastiado por un viaje pesado. Mi amigo se fue contento con saber que estaba muy bien atendido.
Rendido por la flaqueza de mis carnes dormí largo hasta pasado el meridiano. Al despertar las chicas me esperaban con un vaso de agua. Me hicieron muchas preguntas con un interés casi policial pero se sorprendieron mucho cuando los enteré que llegaba no como emigrante en busca de trabajo sino como estudiante de la Pompeu Fabra. Así empezó mi relación feliz con estas dos muchachas que no duró unos días como parecía sino meses.
Los días siguientes fueron de animadas conversaciones. Ambas eran psicólogas y sentían una predilección incomparable por Lacan y Foucault. Me invitaron a leer toda la colección de libros de estos dos autores que guardaban en su biblioteca privada. Empecé por “Tecnologías del Yo” de Foucault cuya lectura me suscito un vivo interés por las técnicas del disciplinamiento. Luego llegaron como una necesidad adicta “Historia de la sexualidad”, “El nacimiento de la clínica”, “Historia la locura”, “Microfísica del poder”, “Las palabras y las cosas”, y todo cuanto libro de este autor caía en mis manos. Luego fui inducido a leer los famosos Seminarios de Lacan, sin duda de lectura muy difícil, y como adivinando mi silenciosa protesta consiguieron un “Lacan para principiantes” y con esas ayudas conseguí entender las formulas lacanianas referidas al sujeto, al otro y al significante, tales como: el inconsciente es el discurso del otro; un sujeto es lo que un significante representa para otro significante; pienso donde no soy, soy donde no pienso.
Sin darme cuenta habían pasado unos tres meses abrumado de lecturas, sin saber para qué ni por qué. Una tarde les mostré mi agradecimiento por sus valiosas ayudas, cuando una de ellas escogió otra cantidad de libros de Judith Butler, Julia Kristeva, Lucy Irigaray, y otros, invitándome a continuar leyendo. Cuando intenté soltar una fría indiferencia una de ellas cortó mi maliciosa actitud y me dijo: -con nosotras vas a aprender otro doctorado mucho más importante de lo que estudias en la universidad- Así continúe con una tutoría extraña y feliz por tópicos feministas y nuevas retóricas fundadas en disquisiciones lacanianas y foulcanianas.
Y Claro, no advertí ese momento nada de extraordinario que dos catalanas hayan puesto su interés en contribuir en mi cultura personal, hasta había valorado como legítima su preocupación de que un puneño regrese a su país leyendo más libros de los necesarios con una erudición por contenidos postestructuralistas. Además -me decía- el postestructuralismo y el feminismo tienen un lugar importante en la crítica literaria y que una persona que aspira a ser culta no puede ignorarlos. Era la única justificación que me permitía recorrer las páginas imprescindibles de esos textos. Pero sólo cuando ocurrió algo inesperado advertí que todo lo leído hasta ese momento adquirió nuevos significados y sentidos diferentes a mis intereses literarios.
Una de esas tardes después de haber almorzado una paella marinera me recosté en mi cama como quien practica una siesta. La misma que fue un largo sueño que sobrepasó la hora de ir a la universidad. Mis amigas como era natural creyeron que me había marchado como siempre. Seguras de mi ausencia dieron rienda suelta a su apasionado amor. Pero al levantarme y salir de mi habitación sólo basto una mirada para romper el secreto celosamente guardado por ellas. Estaban besándose felices seduciéndose con sus cuerpos mutuamente en posturas gozosas llenas de ensoñación erótica y trenzadas en un placer sin límites. Me sentí ruborizado y un sentimiento de temor me invadió ese momento. Mis prejuicios latinoamericanos se deshicieron por completo. Así comprobé que eran lesbianas y de la opción que les preocupaba contarme directamente sino sólo a través de las lecturas del feminismo radical. En aquel momento comprendí mejor que la perversión puede ser subversiva, cuando se inscribe en la subversión. La perversión se vuelve subversiva cuando niega toda realidad en tanto que normativizada, y la norma misma en tanto que expresión del sistema. Así pues, cuando esas perfomatividades son por una parte consciente – cuando la transgresión no es solamente capricho, sino impugnación- , y por otra parte provocadora- cuando invita a los demás a tomar conciencia del sistema y de lo que es a la vez intolerable y vulnerable.
Se pusieron nerviosas al verse descubiertas. Yo sólo atiné a abandonar el departamento sin decir palabra alguna. En la noche a mi vuelta ellas no dijeron nada y yo tampoco dije algo. Todo transcurrió como si nada hubiera pasado. Mi “otro doctorado” se completaba así con elementales sesiones de demostración lésbica para desesperación de mis convicciones cristianas. Me sentí interpelado en mis creencias y recordé del sentido de sus despiadadas burlas por el matrimonio religioso, y de lo conservadores y atrasados que éramos según ellas los latinos. -Qué jodido ando- pensé para mis adentros. Comprendí además que el deseo no cumple horarios precisos y rutinarios, ni sabe de situaciones propicias. Luego después de un tiempo una profesora lesbiana en la universidad se encargaría de profundizarme más en esos tópicos y con las mismas lecturas y recuerdo muy bien la felicidad que sentía ella al ver a un latino sabedor de las ideas feministas.
Si hay una lección que aprendí de mi encuentro feliz con mis amigas lesbianas, es que no hay prohibición que no pueda ser transgredida. No sólo se admite la transgresión, se la percibe. Michael Foucault en un texto publicado en la revista Critiqué “Prefacio a la transgresión” decía que esta será considerada un día como una experiencia decisiva, tan enraizada en nuestra cultura, como lo fue antes, en el pensamiento, la experiencia de la contradicción. Pero para pensar en la transgresión habría que liberarla de sus equívocos parentescos con la ética, la subversión, el escándalo, todas las potencias de lo negativo: “La transgresión no se opone a nada, no busca sacudir la solidez de los fundamentos. La transgresión se abre a un mundo brillante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúsculo (…) Es lo inverso solar de la negación satánica: está de acuerdo con lo divino, o mejor, abre a partir de este límite que indica lo sagrado, el espacio en el que se juega lo divino” Y creo que Foucault tenía razón.
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