viernes, setiembre 01, 2006
Mis maestros.
Walter Paz Quispe Santos
Pasar por las aulas del jardín de infancia, escuela, colegio, instituto y universidad tiene sus ritos. Se trata de aprendizajes, comuniones, transformaciones, confluencias y divergencias. Es decir, diversas maneras de comulgar con la figura del Maestro. Al Maestro se le ha llamado de formas diferentes: profesor, educador, docente, catedrático, mediador, facilitador, y el nombre propio; y qué denominaciones más no se inventarán para engrandecer o empequeñecer la imagen de este ser que tiene la misión de enseñar, iluminar, abrir los ojos al alumno (sin luz). Pero el que tiene mayor frecuencia de uso y significado es el de Maestro. Todos tuvimos maestros; de un día en una conferencia, de dos o mas días como en un taller, o de un mes en un curso intensivo, o de un bimestre o trimestre en áreas o asignaturas universitarias, o de cinco años como en la escuela, o de toda la vida como Jesucristo.
De todos ellos llevamos un recuerdo singular, resistencias en un primer momento, desequilibrios y conflictos luego, y finalmente nuevas síntesis del saber. Al recordar nuestro peregrinaje por las instituciones educativas y nuestras transformaciones intelectuales nos damos cuenta que hemos venido acumulando una experiencia sociohistórica y cultural desde lo simple hacia lo complejo. A algunos les debemos la lectoescritura, a otros el razonamiento crítico, una lectura predilecta, una pequeña formula innovadora, o un consejo iluminador, hasta la personalidad. La psicología de hoy nos dice que más de la mitad de lo que somos se los debemos a ellos.
Entre ellos él o la que ocupa un lugar destacado es siempre la maestra o maestro de primaria. Porque tal vez desde el llanto del primer día de clases hasta los cinco años en que concluimos este nivel nuestros aprendizajes son únicos. Aquí el rito de paso del jardín de infancia mágico hacia la primaria de los primeros descubrimientos siempre está cargado de muchas emociones y afectos a esa imagen. No sólo recuerdo por ejemplo a mi maestra Lucinda Vizcarra por la férrea disciplina que me enseñó sino por haberme regalado el gusto por lectura. En las libretas de calificaciones siempre ponía al final “le gusta la lectura” y sólo al leer la frase, me esforzaba y asumía con más dedicación esa aventura con el texto. Gracias a ella soy un lector voraz.
El colegio, el siguiente rito de paso, nos trae la experiencia no con uno sino con varios maestros o maestras. Es en esta época donde uno aprende a diferenciar al bueno del malo, si ellos nos “jalan” en las evaluaciones, nosotros los estudiantes también sabíamos qué maestros necesitaban ser desaprobados y quienes no. No mencionaré a los jalados por que pertenecen al lugar común sino a los aprobados y con veinte. Recuerdo a Héctor Quispe Quea quien supo convertir el curso de Religión en el más importante del colegio Torres Luna de Acora. Todos estudiábamos ese curso con más ímpetu no sólo por las lecciones bíblicas sino por las reflexiones críticas que hacía, -ejemplo que muchos maestros de Religión deben aprender- y recuerdo además que era sencillo y probable perderse un curso de Matemática, Lenguaje o Educación Física; pero Religión de ninguna manera. Hace pocos años lo encontré y miré emocionado en el colegio San Juan Bosco de Puno, y él también fue uno de los pocos que se emocionó al ver a su alumno en un plan supervisor. Vienen a mi memoria Hugo Flores Rodríguez que me involucró en el periodismo escolar solo por tener buena voz, y gracias a él este oficio se ha convertido en una pasión cotidiana. No olvido a Miguel Mendoza, -en el mismo Torres Luna- por inclinarme en los avatares de la Psicología y la Pedagogía, hoy en esta retrospectiva que realizo me doy cuenta que sin los conocimientos de él, no hubiera podido comprender a uno grande de la psicología como es Gustavo Gottret quien fue discípulo de Jean Piaget y para suerte de unos cuantos fue nuestro maestro en la Escuela de Post Grado de la UNA. Y por supuesto, al viejo y memorioso Robles le debo el poner la historia del Perú al revés para entender su verdadera complejidad, esto en la Unidad San Carlos de Puno.
Los institutos también aportan lo suyo en la formación de uno. En el José Antonio Encinas, -quién diría- también teníamos buenos maestros. Uno de ellos fue Benjamín Galdos, de él aprendí que el Aimara y el Quechua eran lenguas y con gramática. Antes de escucharlo siempre pensé que sólo eran dialectos y sin gramática. Y claro, Wily Cano quien seguro no se acuerda, me enseño mucho de la tecnología de los cultivos, y Ever Tueros que nos hacía memorizar toda la anatomía de los animales de Sisson, era la época cuando fervorosamente creía que sólo una revolución agropecuaria podía salvar al país. En el Pedagógico de Puno, Chano Padilla, me inclinó hacia la literatura, -tal vez hubiera preferido que sea narrador- y más propiamente a la poesía. Así me hice poeta. Chano, a quien cariñosamente llamó así ahora, fue un lujo de Maestro. No sólo nos hacía leer obras literarias de autores actuales sino que nos involucró en la crítica literaria. Gracias a él no sólo pasaron por nuestras manos Borges, Chejov, Baudelaire, Ezra Pound, Elliot, Paul de Man, Churata, Oquendo, y el mismo; sino Jakobson, Propp, Lukacs, Bajtín, Barthes, Greimas, Todorov, Genette, Lacan, Derrida, Blomm. Lo mismo hizo Dulio Trigos con la gramática tradicional, estructural, generativa, y textual; tópicos que hasta hoy mismo me sirven en Barcelona para profundizarlos más.
La universidad me trajo el regalo de tener a Rodolfo Cerrón Palomino por Maestro. Cerrón, como lo dirían muchos de sus discípulos, nos enseño la oferencia por la cultura andina, el quechua y el aimara en especial. No entiendo hasta ahora porque la UNA Puno no le brinda un “honoris causa”. Su magisterio sencillamente es incomparable, así como su aporte en la dilucidación del panorama lingüístico del altiplano. Con él nos traíamos abajo muchas mentiras históricas y falsedades que la pereza intelectual nos tiene acostumbrados cuando de nuestro pasado se trata. La Escuela de Lingüística Andina tuvo el privilegio de contar con Maestros como Juan Carlos Godenzzi, Aida Mendoza, Minie Losada, Martha Villavicencio, César Itier, Teresa Valiente, Luis Enrique López, Gerard Taylor, Ines Pozzi, Enrique Ballón Aguirre, Rodrigo Montoya, etc. y ojalá hoy sus alumnos puedan emularlos como un homenaje a sus valiosas enseñanzas y no sólo ser su sombra. Por otra parte debo a San Marcos, haber recibido una formación crítica y académicamente sólida, quien no recuerda a Luis Piscoya o José Flores Barboza con su predilección por la investigación; o al siempre crítico José Mendo Romero, y también a Lucio Valer Lopera, por la generosidad de hacerme creer importante para dar conferencias en San Marcos, y a Sigfredo Chiroque por mandarme al trampolín y lanzarme a la piscina sin saber nadar, ante un público universitario limeño de mil personas –todos catedráticos de las universidades del país- y hacerme hablar nada menos que de Jean Piaget.
Ahora tengo una suerte mayor, he ganado una lotería de maestros, no olvidaré lo que vengo aprendiendo de Teun van Dijk, lo había leído mucho en mis años estudiantiles gracias a Chano Padilla, hoy el destino hace que lo conozca personalmente y sea su alumno. Y claro de Jean Michel Adam, Patrick Charadeau, Dominique Manguineau, Daniel Cassany, Teresa cabré que me brindan el honor de ser su discípulo. A todos ellos rindo mi homenaje en este día del maestro. Porque no se puede colocar flores a la nada, a lo impersonal o lo tácito, recordar y celebrar este día al vacío, siempre se rememora al nombre del que trazó nuestro camino. Por eso invito a los lectores a celebrar el día del Maestro, evocando el nombre y la imagen del ser quien fue y lo que hizo por nosotros.
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